Cuento | “A flote”, un texto de Yusimí Rodríguez

Hombre y mujer de espaldas.

Lo último que guardé en la mochila fue la caja de preserva­tivos. Mayra siempre se ocupaba de meter algunos en mi mochila. Y en su cartera. No le importaba la infidelidad; de he­cho, encontraba ridícula la palabra infidelidad. Le importaba la lealtad, que nos protegiéramos el uno al otro. No es que te dé permiso, decía, es que eres libre igual que yo, ¿entiendes?; la pregunta no es con quién pasaste un buen rato, sino con quién quieres compartir tu vida. Pero ahora ella no estaba conmigo, así es que debía cuidarme solo. Casi siempre olvidaba los preserva­tivos; quizás, porque casi nunca los necesitaba. Aquella mañana fue una de las pocas excepciones.

Marcos, fundador y por tanto editor de Islasumergida.com, había delegado en mí para que fuese a la terminal de trenes y recogiera a la nueva colaboradora, que llegaría a las cuatro de la tarde en el tren de Guantánamo. Lo que significaba que en reali­dad llegaría a las cinco o las seis, si tenía suerte. Debía alojarla en el apartamento de un colega que lo alquilaba ocasionalmente. Cuando lo tenía desocupado, podía cederlo un par de días para alguna emergencia del grupo. Esta era una. Una emergencia y una pérdida de tiempo para mí, pero no podía negarme. Un año antes, incluso lo habría considerado un honor. Marcos no podía venir más de dos veces al año y estaba seguro de que un día no le permitirían entrar a Cuba y que aquella decisión sería ina­pelable, aunque fuese cubano.
Entonces necesitaría delegar en alguien. Varias veces me descubrí evaluando a los colegas que Marcos podía tener en mente para ser sus dos manos y sus dos pies de este lado de la delgada línea azul, y que habían escrito para Islasumergida.com por más tiempo que yo. Al principio, los lectores comentaban mis textos y me calificaban de «certero como una flecha», «demoledor», y, por supuesto, alguien me lla­maba «gusano inmundo». Tres años después, era el colaborador estrella del sitio, sin discusión, y no tenía competencia para ser el tipo de confianza de Marcos. Ni demasiado interés.
Los que aún escribíamos para Islasumergida.com estábamos demasia­do preocupados por la supervivencia del sitio. Y por la nuestra. Marcos nos pagaba un dinero simbólico de su propio bolsillo, que apenas nos alcanzaba para cubrir las deudas que acumulá­bamos hasta que él llegaba. Ahora, ese dinero simbólico estaba en peligro de extinción y Marcos no estaba dispuesto a buscar las fuentes de financiamiento adecuadas en los Estados Unidos. Ni en los Estados Unidos ni en ningún país, decía; si recurro a esas fuentes, el gobierno va a tildarnos de mercenarios. Como si el gobierno cubano no nos hubiera tildado ya de mercenarios, como si no tildara de mercenario a cualquiera que se le opusiese o lo criticara.
Marcos lo sabía tan bien como nosotros; cuando le planteábamos que necesitábamos ayuda si queríamos al me­nos mantenernos a flote, nos escuchaba con paciencia y asentía comprensivamente a cada palabra. Entonces, bajaba la vista con el ceño fruncido y expresión reflexiva, como si sostuviera una profunda discusión consigo mismo, y al final asentía, antes de cambiar el tema, sin que supiéramos cuál de los dos Marcos había ganado ni cuáles eran los argumentos de cada uno, pero con la esperanza de que en su próximo viaje traería una solución para nuestro problema. De eso malvivíamos, de la esperanza y de los cinco dólares que nos pagaba por cada artículo.

Aquella mañana, leí los boletines de Islasumergida.com que Marcos me enviaba diariamente, en el móvil. Los leía bien tem­prano, antes de perder la conexión; dejaba el boletín de los co­mentarios para el final, y lo acompañaba con una taza grande de café bien fuerte con poca leche, azúcar y canela, que estiraba hasta llegar al último comentario. Los había sobre casi todos los artículos del sitio; sobre el mío, que había publicado cuatro días antes, solo en ese boletín había once.
«Eres lo máximo», «Tipos como tú son los que deben hablar de la situación del país, en televisión», «Deberías reunir tus artículos en un libro», «Apretaste», «Te les estás volviendo un grano entre las nalgas», «Alguien de tu talento debería tener una columna en el New Herald o en el Washington Post», «Tus artículos me alegran el día, porque en Cuba queda gente que piensa». Los que al prin­cipio se molestaban en ofenderme, habían pasado a la fase de «Los bocones tienen accidentes», «Cuidado no tropieces con un puño cerrado», «Te estás pasando». Quizás era el momento de dar el salto, no del otro lado de la línea azul, sino hacia Isla­bierta.com, un sitio surgido después del nuestro.
Muchos habían surgido antes o después del nuestro y contenían básicamente el mismo tipo de artículos: críticos con el gobierno o despiadados. Básicamente, la diferencia era que Islabierta.com era el sitio más leído sobre Cuba y pagaba más. Seis veces más. Marcos decía que no era el más financiado por ser el más leído, sino que era el más leído por ser el más financiado, justamente por esas fuentes en el extranjero, principalmente en los Estados Unidos, a las que él no quería recurrir: A mí no me importaba el orden de los factores, sino el producto: 30 dólares por cada artículo, que con el cambio eran 750 pesos en moneda nacional.
Un artículo para pagar el alquiler de todo un mes, otro para comprar comida; otro para enviarles dinero a mis padres muertos de hambre y de amor por la Revolución Cubana y el gobierno, en Santiago de Cuba. Un par para el diario; otro para ir guardando una tierrita en el banco y quizás poder comprarme un cuarto propio en me­nos de diez años. Si conseguía escribir un par más, podía invitar a alguna mujer a algún restaurante privado, con buena comi­da, buen vino, música; caro. No es que mi único objetivo fuera ganar dinero, pero también quería ganar dinero, y, cuando leía alguna de las amenazas que me llegaban por los comentarios, me daba cuenta de que era yo quien corría los riesgos mientras a Marcos lo peor que podría pasarle era que no lo dejaran entrar más al país.
Aunque también podían permitirle entrar y luego no dejarlo salir. Tampoco era que me tomara demasiado en serio las amenazas; ni siquiera las veía como amenazas sino como bravu­conerías de quienes no encontraban argumentos para rebatirme. Esa incapacidad para rebatirme no era más que una prueba de mi talento y de que yo merecía algo más que ver como se me iba la vida en el intento de no sumergirme, de mantenerme a flote, de subsistir. Si podía escribir los mismos artículos por un poco más de dinero, seis veces más dinero, ¿por qué no agarrar la oportunidad?
No pensaba abandonar Islasumergida.com; debía dejárselo claro a Marcos, como se lo habían dejado claro otros colegas antes de entrar de lleno en la Isla Abierta y olvidarse de la sumergida. De todas formas, a la sumergida le quedaba poco. Me descubrí pensando que lo mejor, en realidad, era que el sitio cerrara de una vez; así no tendría cargo de conciencia con Mar­cos cuando la otra Isla me abriera las puertas. Pero aún era solo una idea; necesitaba tiempo para madurarla y tiempo era lo que no tenía en ese momento. Debía bañarme, afeitarme y preparar la mochila para ir a la terminal.

Se llamaba Adria y era una fan. Mía y del sitio. Alguien le había enviado un artículo a su correo electrónico, y luego se había conectado en el trabajo una vez para ver todo el sitio. Así había conseguido la dirección de correo electrónico de Marcos y él le había facilitado la mía. Nos escribimos durante un mes; un par de correos en la primera semana y uno diario a partir de la segunda, hasta que empezamos a escribirnos cinco, seis, siete correos al día. Era mucho más barato que hablar por el móvil, y lo más parecido a chatear que habíamos experimentado. En la última semana pasé más tiempo escribiéndole correos en el móvil que trabajando frente a la computadora.
Hablábamos de comida, y, como hablábamos de comida, era inevitable hablar de los años ochenta: una época cada vez más idílica y remota para mí; para ella, cine de ciencia ficción. De cine hablábamos también: cine de Estados Unidos, de Francia, de Alemania, Ita­lia, España, India. De sitios que queríamos visitar: el Museo del Prado, el Louvre, la Torre Eiffel, el Taj Majal, las góndolas de Venecia; esos cafés de París que salían en las películas, y los postres, la repostería francesa. De Perú, también: de Mario Var­gas Llosa y la comida.
Dice un amigo que la mejor comida está allí. De alguna forma siempre llegábamos al tema de la comida, un viaje en círculos, para sacar a relucir la vida que nos perdía­mos, todo lo que no teníamos, todo lo que sentíamos que alguien nos había quitado. Y llegábamos al gobierno. Dilatábamos ese momento, pero no importaba de qué habláramos, por dónde co­menzáramos, al final terminábamos hablando del gobierno cu­bano. Mal. Sospechaba que ella lo necesitaba más que yo; se desahogaba en aquellos correos que intercambiábamos como no podía hacerlo en casa con sus hijas de siete y tres años, ni con su esposo miembro del Partido Comunista.
Él era jefe de turno en la cafetería de un hotel en Baracoa y ganaba un buen dinero. No podía imaginarme de qué podía hablar ella, una profesora de canto coral, con un tipo que no había estudiado más allá de la secundaria básica pero había conseguido trabajo en el hotel y llegado a jefe de turno en una cafetería.

Siempre elogiaba mi último artículo. Lo leí tres veces, decía. Me abrumaba, creo que por eso le pregunté si no quería escribir también. Me confesó que había escrito un par de cosas, pero le avergonzaba enviárselas a Marcos. Sentí que esperaba que se los pidiera para leerlos. Era justo; ella leía todos los míos, más de una vez. Así es que le dije que me los enviara. Tenía algunos problemas de redacción, cierta tendencia a la catarsis y a la pa­labrería. Y talento. Como un diamante en bruto que yo estaba dispuesto a ayudar a pulir.

Nunca quiso enviarme una foto ni que le enviara una mía. En vivo, cuando nos conozcamos personalmente, dijo. Pero po­dían transcurrir meses o un año antes de que eso ocurriera. O podía no ocurrir. U ocurrir mucho antes de lo que había pensa­do. Le había comentado que visitaría a mis padres en Santiago; me escribió diciendo que estaría allí dos días con sus alumnos para ofrecer un concierto en el festival de coros, podríamos en­contrarnos. No conseguí pasaje para el día pensado, sino para el siguiente, justo cuando ella regresaría a Guantánamo. Solo podríamos vernos en la terminal de ómnibus un par de horas.  

La guagua llegó con retraso. Cuando bajé, empecé a buscarla, y en ese momento me percaté de que habíamos planeado el en­cuentro como si fuéramos conocidos de mucho tiempo. En cier­to modo, lo éramos, solo que nunca nos habíamos visto. Pero ninguno de los dos pensó en preguntarle al otro cómo lucía. Ni había nada en mi persona que me diferenciara mucho de cual­quier otro hombre cercano a los cuarenta que caminaba de un lado a otro en la terminal. Un tipo común y solitario. Marqué su número, pero el móvil estaba apagado o sin cobertura. Traté de abarcar con la vista a todas las mujeres que lucieran sobre los veintiocho.
Al principio excluí a las que tuvieran vientre o las piernas cortas, o llevaran licras y se les notara la celulitis; algo ridículo. Era una posible colega, casada, con par de hijas, y todo el derecho de ser una mujercita ordinaria, aunque tuviera algún talento para escribir. Pero, de alguna forma, sabía que no podría evitar decepcionarme si era una mujercita ordinaria, barrigona y con celulitis. Y quizás no podría evitar que ella lo notara.

Al día siguiente, le escribí a Marcos, aunque presentía que no podría darme ninguna explicación lógica. En realidad, te­mía que tuviera una explicación lógica. Pero Adria solo se había comunicado con él una vez, para decirle que le encantaba Isla Sumergida, y pedirle mi dirección de correo electrónico. Ade­más, me dijo, eres el único colaborador sin foto en la página; los lectores han buscado alguna en Internet y no hay. La explicación de ella para reconocerme sin necesidad de foto había sido sim­ple: solo podías ser tú. Pero me costaba creer que, entre todos aquellos tipos en la terminal, que hacían exactamente lo mismo que yo: nada, excepto mirar alrededor o marcar un número en el móvil, ella hubiese podido caminar directamente hacia mí y decir: Hola, soy Adria.

Yo, en cambio, no habría podido reconocerla. Buscaba a una mujer de veintiocho años, madre de dos hijos; ella no aparentaba más de veinte. Una combinación entre la piel, los movimientos, el desenfado de una muchacha de veinte años, y la experien­cia de una de treinta y cinco. No era perfecta ni hermosa. Aún en medio del vértigo inicial por la sorpresa, su voz, su forma de sonreír con la punta de la lengua casi asomando entre los dientes, los ojos entrecerrados, la oreja izquierda casi sobre el hombro, me percaté de que tenía los dientes un poco torcidos, y las piernas cortas. Lo último lo noté mientras se alejaba para ir al baño y podía contemplar el triángulo de su espalda bajo la camiseta, las caderas dentro del jean, las nalgas.
Avanzaba como esas estudiantes universitarias que están convencidas del porve­nir próspero que las espera, de su lugar en el mundo, no por ser las elegidas, sino porque se lo han ganado, lo lucharon, lo hicie­ron todo bien y el resultado no puede ser otro. Ella debió ser una de esas: alumna destacada y miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas desde la secundaria básica y hasta líder estudiantil en la Universidad, aunque ahora le resultara difícil creerse esa época de su vida. El pequeño detalle de las piernas solo me hizo sonreír con algo cercano a la ternura.

Un amigo me contó una vez, que conoció a una holandesa en Facebook y estuvieron en contacto casi un año. Mi amigo podía entrar a Facebook una o dos veces en la semana, o ninguna, desde el trabajo de otro amigo. Pero tenía correo electrónico y le escribía a la holandesa hasta dos veces en el día, excepto los fines de semana, porque el correo también era del trabajo. Por fin, ella vino y se citaron en su hotel. Se habían visto en fotos; no había sorpresas, excepto que de pronto no tenían nada de qué hablar. La posibilidad de verse de cerca, tocarse, sentir el olor de cada uno, era terriblemente incómoda. La vio un par de veces más antes de que se fuera; luego intentaron volver a escribirse, pero ya no era igual.

Pasada la incertidumbre de la espera y el alivio por haber­nos encontrado, temí que nos ocurriera lo mismo: no tener nada que decirnos. Antes de diez minutos, olvidé el miedo. Las dos horas se evaporaron. La vi subir con sus alumnos en la guagua de regreso a Guantánamo, y esperé que arrancara y se perdiera. Cuando la guagua ya no era siquiera un punto lejano en el hori­zonte, seguí mirando en la dirección en que había partido. Cua­tro días después, Marcos me escribió diciendo que publicaría el primer artículo de Adria. Buenísimo, dice que la has ayudado un mundo, que solo se ha atrevido gracias a ti.
A las dos semanas, me pidió que la recogiera en la terminal. Ella viajaría a La Ha­bana para conocer a Marcos, que llegaría al día siguiente para una de las dos reuniones anuales con el grupo, como le gustaba llamar al equipo de colaboradores. Solo contaba con aquel fin de semana: saldría de Guantánamo el viernes, llegaría a La Ha­bana el sábado, la reunión sería el domingo por la mañana y ella partiría directo a la terminal, quizás antes del final de la reunión, para llegar a Guantánamo el lunes. Su madre y su esposo se ocuparían de las niñas durante el fin de semana.

Los últimos días habían sido fríos, sobre todo las madruga­das. Para esa noche, además, habían anunciado lluvia. Aún es­taba en la puerta. Casi siempre olvido algo y si lo recuerdo es tarde; pero esta vez recordé las altas probabilidades de lluvia cuando aún estaba en la puerta. Me tomó tiempo decidirme a en­trar de nuevo en el apartamento para coger la capa o el paraguas. Finalmente, partí sin ninguno de los dos.

Aún no podía invitarla a un buen restaurante, ni siquiera a uno más bien mediocre. Pero cociné los espaguetis que solía ha­cerle a Mayra, con vegetales, tomate natural, orégano, albahaca y queso. Con el tiempo había tenido que aprender a cocinar otras cosas, pero aquella seguía siendo mi especialidad. Daba gusto verla comer, como si no tuviera fondo, como si no pudiera en­gordar; ponía toda su atención en cada bocado y masticaba con los ojos cerrados, gemidos, suspiros. Comió dos platos. Frega­mos juntos y tomamos café en la sala. Parecía que no lográba­mos agotar ningún tema y el tiempo se nos escapaba.
Yo inten­taba permanecer atento al reloj, sin que ella lo notara. Un par de veces miré por la ventana, pendiente de la lluvia, pero por el mo­mento el pronóstico del tiempo no había sido acertado, lo que era bastante común. Habían pasado la una y treinta de la mañana cuando ella bostezó y vi la señal para ponerme de pie. Tienes que dormir algo para que estés despierta en la reunión mañana, o sea hoy. Solo entonces miró la hora en su celular.
¿Cómo puede ser tan tarde?, hace menos de una hora que tomamos café y nos sentamos a conversar; eran apenas las ocho y media. Le sonreí, agarré la mochila y caminé hasta la puerta; le di un beso en la cara, qué duermas bien. Miré el cielo por última vez, a través de la ventana: absolutamente despejado. Nada anunciaba que pudiese sorprenderme un aguacero por el camino. Eran solo dos pisos, generalmente me gustaba usar las escaleras, incluso para subir, pero apreté el botón del elevador.
No tuve tiempo de espe­rar; apareció enseguida y ya iba a subirme cuando sentí a Adria detrás de mí, sofocada. Es muy tarde para que te vayas solo; casi las dos, a esta hora no debe haber transporte y estoy segura de que aquí en La Habana la calle está mala.

Había otro cuarto con otra cama. Aunque le había dicho al colega que solo iba a hospedarse una persona, había preparado ambas, como si supiera que yo acabaría durmiendo allí. Miré la cama y dejé caer la mochila en el suelo. Adria se acercó a la cama y la inspeccionó. Esta ropa de cama no luce muy limpia y hay polvo, mejor comparte la mía; es enorme, más grande que una imperial. Entonces, déjame bañarme, dije. Salí del baño veinte minutos después, con el pelo húmedo, el mismo pantalón. Sin camisa. La encontré dormida en un extremo de la cama; de­bía estar muerta del cansancio, pero había esperado encontrarla despierta.
Paseé la vista por el cuarto, me senté en la cama y acaricié la sábana limpia, olí la almohada. Ella abrió los ojos. Tú tampoco tienes sueño. Negué con la cabeza y me acosté en mi lado de la cama sin dejar de mirarla. No supe en qué momen­to la cama se nos estrechó y me encontré respirando el jabón en su piel, el champú en su pelo, antes de que me besara en la boca. Apenas había empezado a deslizar un dedo por su espalda, cuando saltó como si la hubiera tocado una rana. No podemos, tú sabes que estoy casada y quiero a mi marido, no puedo hacer esto. OK. Me coloqué boca arriba y respiré, cerré los ojos, los abrí. OK. Ella estaba sentada en la cama y me miraba con des­confianza.

La desconfianza

Si quieres duermo en el sofá, o en la cama de al lado; o me voy. Aquello pareció tranquilizarla. Puedes quedarte aquí, mientras tengas claro que no va a pasar nada. Respiré y miré el techo. OK. Me dio la espalda para acomodarse en su lado de la cama. Cerré los ojos, pero seguía viendo la camiseta desgastada que alguna vez fue blanca, con huequitos en algunas partes. Una de esas ropas de las que es difícil desprenderse, que se vuelve parte de la propia piel y se impregna del olor de uno, aunque la laves con lejía. Su gesto al darme la espalda era como un porta­zo en la cara. Dormía casi en el borde de la cama, a más de vein­te centímetros de mí, dándome la espalda, un hombro desnudo, la curva de la cadera debajo de la sábana.
No podía dormirme ni atreverme a abrir los ojos; era la primera vez, desde que la conocía, que quería, necesitaba, que las horas volaran. Estaba a punto de levantarme para ir a dormir en la sala o el otro cuarto, cuando la sentí levantarse de golpe. No está funcionando; tú estás pensando en mí y yo lo estoy sintiendo. Me senté de golpe también. No sé cuánto nos miramos, sin decir nada, antes de que la halara por el brazo y cayera encima de mí. Nos besamos y nos palpamos con torpeza; rodamos por la cama hasta que quedé en­cima de ella, entre sus muslos.
Me halaba el pelo y yo no sabía si quería apartarme o aferrarse a mí; bajé una mano despacio y le acaricié el interior de los muslos con el dorso primero, la palma después, los dedos; sabía exactamente a dónde quería llegar, ha­bría querido tomarme un minuto antes de acariciarla en el lugar exacto por encima del blúmer con la yema de los dedos medio y anular. Si ahora mismo me pides que pare, me voy para el otro cuarto y no te molesto más en toda la noche.
Trató de responder y le salió un gemido. Dime, me abrí el pantalón y la hice sentir mi dureza en el lugar por donde había pasado la yema de los de­dos: solamente la punta, como una promesa o un aperitivo. Me empujó con potencia repentina… solo para quitarse el blúmer y colocarse encima de mí. Bajó la mano hasta mi entrepierna y agarró con fuerza. Ahora tenía el control y yo estaba indefenso, a su merced. ¿Tienes preservativo? Su voz sonaba ronca e im­periosa. Metí la mano en el bolsillo y saqué la caja, con orgullo porque esa vez me había acordado.

Abrió los ojos a las siete de la mañana. Yo no los había ce­rrado. La besé en la boca, los senos; ella necesitaba ir al baño. Cuando regresó, estaba lista. No hubo preliminares. Llegamos casi al mismo tiempo, y nos quedamos en silencio, yo encima de ella esta vez, por algunos minutos. Esto no volverá a suceder, susurró, y será como si no hubiera ocurrido nunca, solo somos colegas; cuando nos escribamos, no puedes mencionar esto por­que mi esposo comparte la cuenta de correo conmigo y a veces lee mis mails.
Le di un beso en el cuello por respuesta y bajé por su pecho, sus axilas, sus senos, su ombligo, hasta meter por completo la cabeza entre sus muslos. Me demoré hasta que se quedó totalmente inmóvil, después del sexto espasmo. Se dur­mió otra vez. La besé en la frente y me levanté para bañarme y vestirme. Preparé desayuno, pero cuando terminé ella seguía rendida. Desayuné solo y dejé para ella. La miré por última vez antes de salir del apartamento. En unas horas volvería a verla, pero todo iba a ser distinto.

Tuvo que irse antes del final de la reunión; no pude acompa­ñarla a la terminal. Pero apenas me vi libre de todo, revisé mi correo en el móvil. No había nada. O más bien había correos, pero ninguno suyo. Quizás no había conseguido pasaje aún, o ya estaba en la guagua, dormida, o sin conexión. Al día siguien­te, apenas abrí los ojos, estiré la mano para agarrar el celular. No había nada de ella, ni correo, ni sms, ni llamada perdida. A las tres de la tarde decidí escribirle, sabiendo que el correo no se enviaría hasta la madrugada, cuando hubiera conexión.
Un correo de colega, absolutamente profesional, sobre la gira del máximo líder de la Isla por Europa y lo que eso podía significar, no solo en las relaciones de Cuba con aquel continente, sino con el vecino del Norte. Ya para entonces se habían restablecido las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos, y se decía que Barack Obama visitaría la Isla, una vez concluido su man­dato. Yo tenía mi propia teoría al respecto, ahora que el máximo líder viajaba a Europa. Era un buen tema para debatir por correo electrónico. Habría sido incluso un buen tema para un artículo, si hubiese podido concentrarme.
Estuve despierto hasta las doce de la noche, para poder revisar el correo. No supe de ella hasta el martes. Eran casi las cuatro de la mañana cuando renuncié al sueño; estuve no sé cuánto tiempo recostado sobre el lado dere­cho, mirando el móvil sobre la mesa de noche, sin atreverme a agarrarlo para revisar el correo, hasta que la incertidumbre fue más fuerte que el miedo a la decepción. Era un correo escuálido, apenas tres líneas. No me había escrito antes porque había pasa­do todo el lunes durmiendo. Y en una línea aparte: me encantó hacer el amor contigo. Lo leí cinco veces, y al final respiré como si llevara largo rato sin hacerlo.

Le respondí que también lo había disfrutado mucho, que aún podía cerrar los ojos y sentir su olor, su sabor. Era un correo comprometedor, pero no más que el suyo; ella tendría la precau­ción de borrarlo apenas lo leyera. Y habría borrado el suyo de la bandeja de salida, no necesitaba decirle que lo hiciera. Leí el correo una vez más y volví a cerrar los ojos para abrirlos ense­guida. Si me dormía no iba poder despertarme hasta las nueve; a esa hora, la conexión sería malísima. O nula. Leí los boletines de Islasumergida.com; los comentarios para el final, como siem­pre, mientras tomaba mi café con leche.
Aún se comentaba mi último artículo: dos comentarios. A la gente le gustaba la carne fresca y casi todos los comentarios eran para los artículos más nuevos. Sentía que llevaba semanas sin escribir y me picaba la punta de los dedos, como siempre que tenía un artículo realmen­te bueno en las manos. El artículo sobre el viaje del máximo líder a Europa daría de qué hablar en la red. Pero no lo enviaría a Isla sumergida, había llegado el momento del salto. Terminé el café con leche, me senté delante de la computadora, estiré los músculos del cuello, los brazos y los dedos, volví a leer el correo de Adria, y empecé a escribir.

Estaba cerca del final cuando recibí una llamada; la pantalla decía: desconocido. Quién es. Quién crees. Me puse de pie. Qué quieres, cuál es tu problema. Tú eres el que tiene un problema, pero eres muy estúpido para darte cuenta. Qué mariconería es esta; si eres hombre acaba de decir quién eres y qué quieres. Te crees muy intelectual porque escribes unas cuantas mierdas y siempre hay gente lo bastante ingenua para impresionarse y creer que eres un genio, pero no eres más que un comemierda. Quién cojones… Colgó. Me olvidé del poco dinero que tenía en el móvil e intenté devolver la llamada.
No respondió. Me dejé caer otra vez frente a la computadora, pero no veía las letras. Busqué el número de ella en la agenda. Tampoco respondió; no me quedaba otra cosa que hacer, excepto esperar. En las dos horas siguientes caminé dentro del cuarto, me senté, dormí un poquito, intenté terminar el artículo, volví a caminar. Cuando llamó, fue solo para decir que no la llamara. Mi vida se ha vira­do al revés; mi esposo revisó el correo en el móvil y vio el que te envié, se puso como loco. Me llamó, le dije, pero no me escu­chaba. No quiero perder mi matrimonio; tenemos dos hijas, lo quiero, le pedí perdón; a él le pasó lo mismo y yo lo perdoné, no quiero perderlo.
Lo siento, lo siento si te causé algún problema. Creo que lo mejor es que no hablemos por el momento. Colgó. Estaba tratando de procesar todo aquello cuando el móvil sonó de nuevo. Era ella otra vez, pero desde el fijo de su casa. Me que­daba muy poco dinero, pero tenía que responder. Qué pasó. Pasó que eres un hijo de puta y tienes la cara muy dura para llamar a mi mujer. Me costó trabajo reconocer la voz, la calma amena­zante de dos horas atrás había desaparecido; sonaba furioso y poco capaz de conservar la calma.
No sabía si me asustaba más antes o ahora. Cálmate. No te atrevas a decirme que me calme; pero no te preocupes, en realidad me hiciste un favor; quería quitarme a esta puta de encima hace tiempo y tú me lo serviste en bandeja. Colgó con violencia. Temí que la descargara en ella; era mejor que drenara toda su rabia insultándome a mí, pero no tenía suficiente dinero en el móvil para llamarlo. Salí corriendo para usar el teléfono público, dispuesto a arrancarlo de las ma­nos de cualquiera que estuviera usándolo, pero no fue necesario.
Estaba roto; había otro a una cuadra. Corrí. Estaba ocupado por un tipo de casi seis pies. Cuando le dije que estaba en un apuro, me miró como a una cucaracha; me vi obligado a hacerle una oferta que no iba a poder rechazar: saqué un billete de veinte pesos en moneda nacional. Y otro. El segundo me dolió, pero no era el momento de pensarlo. Respondió él. Mira, tienes que calmarte y escucharme; no hagas nada de lo que te puedas arre­pentir; ella es la madre de tus hijas.
Respondió como yo espera­ba: mandándome al carajo. Lo dejé gritar, desinflarse. A mí me quedan días aquí; después puedes venir a instalarte si quieres, pero mientras esta sea mi casa, si te atreves a venir a Guantá­namo o a llamar otra vez, te parto el alma. Después de aquella llamada, había solo una cosa que hacer: esperar. Me tranquiliza­ba un poco el hecho de que él hubiese dicho que llevaba tiempo queriendo quitársela de encima. Quería creerlo; pienso que él quería creerlo también, pero algo me decía que era solo despe­cho. La pregunta era si el despecho podría llevarlo a actuar con violencia; recordé su voz tranquila de la primera llamada. En cierto modo me preocupaba más que la perreta posterior.
No po­día saber qué estaba pensando y ella estaba sola con él; tampoco podía llamarla, me había pedido que no lo hiciera. Quería que me mantuviese fuera del juego e intentar arreglar las cosas ella sola, recuperar su matrimonio. Era una reacción lógica. Ocho años de matrimonio, dos hijas, planes. Básicamente, él era quien aportaba la mayor cantidad de dinero en la casa; ella era profe­sora de canto coral, graduada en la Escuela de Arte con honores. Su sueldo era, por supuesto, simbólico. Solo podía estar deses­perada; se sentiría así por tres, cuatro días, una semana, quizás.
Entonces, iba a despertarse una mañana, más tarde que de cos­tumbre, cuando su madre estuviera en el trabajo y las niñas en la escuela. Se prepararía un café fuerte y dulce, como le gustaba; se sentaría a tomárselo en la sala vacía, mientras repasaba los últimos meses de su vida como si fuera la de otra persona. Co­menzaría con la infidelidad de él, todo lo que tuvo que aguantar para perdonarlo y seguir adelante. Quizás comenzaría más atrás y vería lo diferentes que eran en realidad, todos los temas de los que no podía hablar con él. Se preguntaría qué le había visto en primer lugar.
En algún momento, llegaría a la parte en que nos conocimos, todo lo que vino luego; quizás se sentiría arrepen­tida y culpable por haberlo disfrutado, pero entonces llegaría a la escena en que él revisó los correos, su reacción, el escándalo que me armó por teléfono. Solo entonces se daría cuenta de que él no estaba a su altura ni había merecido que lo perdonara. Al final era solo un macho egocéntrico. Un troglodita, habría dicho Mayra. Para Adria sería una liberación. Si para entonces él aún no se había ido de la casa, ella misma lo mandaría al carajo.
Qui­zás no me llamaría enseguida; iba a necesitar tiempo, sobre todo por las niñas. Pero yo estaba dispuesto a esperar, y a comenzar una relación con ella cuando estuviera lista. Estaba incluso dis­puesto a irme a vivir a Guantánamo. Yo que había escapado de Santiago, que había preferido incluso vivir debajo de un puente con tal de vivir en La Habana, estaba dispuesto a irme a vivir a Guantánamo. El dinero no sería problema, ahora que empezaría a escribir para Islabierta.com. Solo tenía que terminar el artícu­lo que había empezado dos días antes y era mi llave para entrar al sitio. Llevaba dos días sin poder escribir, pero ahora tenía una razón más fuerte que nunca para trabajar.

Pasé más tiempo con aquel artículo que con ningún otro. Presté más atención que nunca al estilo, los detalles de redac­ción. Me sentía eufórico cuando llegué al punto final, pero revi­sé tres veces antes de decidir que estaba listo. Mi nombre debía resultarles, como mínimo, familiar a los redactores, después de cinco años escribiendo para Islasumergida.com y de ser uno de los colaboradores más comentados y seguidos del sitio. El más seguido, en realidad. Pero me presenté con la mayor humildad: un periodista independiente, admirador de Islabierta.com, inte­resado en colaborar con el sitio. Conseguí la dirección de correo por un amigo, expliqué. Leí el artículo una vez más antes de adjuntarlo, y el correo un par de veces antes de hacer clic en enviar.

El resto de aquel día fue tranquilo. Y el siguiente. Me sentía bien, aunque no recibí respuesta de Islabierta.com enseguida. Entendía que se tomaran su tiempo, además debían recibir cola­boraciones de muchos periodistas y mi artículo era intemporal; solo esperaba que no se demoraran demasiado o se pondría vie­jo. No había dejado de pensar en Adria, pero ahora podía hacer­lo con más calma; era un poco más fácil esperar, dejar que las cosas tomaran su curso. A las dos de la mañana sonó el teléfono: el mismo número desconocido. ¿Qué coño quieres ahora? Que pienses muy bien en todo lo que te dije. Y colgó. Me senté en la cama, convencido de que no volvería a dormir en toda la noche.

Lo bueno de que respondiera tan rápido, fue que no me sentí culpable por haberla despertado. Pero me habló con desprecio. ¿Qué quieres ahora? Eso mismo le pregunté a tu esposo hace menos de cinco minutos. ¿Qué quieres decir? Volvió a llamar y volvió a amenazarme. Mi esposo no te llamó, no inventes más pretextos para molestarme, ya bastante me jodiste la vida; querías acostarte conmigo y me manipulaste desde el principio, porque solo piensas en lo que tú quieres; eres un egoísta y por eso estás solo. No estoy inventando nada; tu esposo me llamó, bloqueó el número y hasta cambia la voz, suena como otra per­sona, una persona capaz de hacer cualquier cosa, pero es él; ten cuidado, porque tiene una faceta que ni sospechas.
¿Cómo te atreves?, debí darme cuenta desde el principio de que eres un cí­nico; la única vez que mi esposo te amenazó fue delante de mí y estaba en todo su derecho. No lo conoces. No te conozco a ti, ni quiero conocerte; él se tomó una pastilla porque le dolía la cabe­za y está durmiendo hace horas, apagó el móvil para que nadie lo moleste. ¿Cómo puedes estar segura de que no se ha levanta­do en ningún momento para llamar? Porque está durmiendo en la misma cama que yo; solo me separé de él para responderte la llamada, ahora voy a colgar y, si te atreves a llamar otra vez, te denuncio por acoso, no creo que quieras tener problemas con la policía.

Me golpearon un montón de preguntas a la vez, pero lo pri­mero era escribirle a ella. No estaba siendo justa. No la había violado, ni drogado; ella había insistido en que me quedara en el apartamento y compartiéramos la cama. Se había quedado con aquella camiseta; yo me habría conformado con mirarla, quizás me habría masturbado en el baño, pero nada más. Era ella quien había dicho que no estaba funcionando.
Todo había sido inicia­tiva suya; yo simplemente me había preparado por si ella me daba una oportunidad: me había asegurado de no olvidar la caja de preservativos, me había puesto el calzoncillo más nuevo que tenía, había decidido dejar el paraguas para tener un pretexto para quedarme si llovía. Pero no había llovido ni había necesi­tado un pretexto, me había invitado ella. Quizás, cuando leí su correo diciendo que le había encantado hacer el amor conmigo, pude haberle advertido de borrarlo de la bandeja de salida; era casi imposible que él no lo viera en algún momento. Pero ella debía haberlo previsto. No era mi responsabilidad, sino la suya.

No eran aún las tres de la mañana; me quedaban más de cinco horas en vela, pendiente de su respuesta. Aquella tensión no me dejaría dormir. Ella solía chequear su correo sobre las siete y media, cuando las niñas se habían ido a la escuela y podía sen­tarse a desayunar con tranquilidad. No tendría respuesta suya hasta las ocho. Abrí los ojos a las nueve. Me había quedado dormido no sé en qué momento. Estaba medio dormido aún y tan desesperado por agarrar el móvil que casi lo tumbo. A esa hora era posible que ya no hubiera conexión. Había, pero lenta.
Me tomó casi diez minutos entrar al buzón, pero no había res­puesta de ella. De Islabierta.com, sí. El artículo está muy bien escrito, decía el editor, pero desgraciadamente ya publicamos un análisis parecido; ayer, para ser exactos. Tampoco tenían espa­cio para nuevos colaboradores en ese momento. Quizás en unos meses. Una semana después, recibí correo de Marcos. Supuse que estaría preocupado porque yo llevaba más de dos semanas sin enviar ningún artículo, y estaba preparado para darle expli­caciones, para contarle todo lo que había sucedido, incluso lo de Isla Abierta.
No fue necesario. Me informaba que nuestra Isla acababa de sumergirse por completo. No hay más fondos, pensé que aguantaríamos un poco más, pero calculé mal; no puedo seguir pagando a los colaboradores; te escribo a ti antes de co­municárselo al resto, y a los lectores.

La vida cambia en cuestión de segundos. Pero te puede tomar semanas darte cuenta. Estuve semanas paralizado. Sabía que en algún momento me vendría encima el alquiler, la comida, mis padres. Aun así, no lograba hacer otra cosa que levantarme todas las mañanas a revisar mi correo. No había correos nuevos, ni boletines de Islasumergida.com. Al menos, no boletines nuevos. Me dedicaba a leer los antiguos, específicamente los comenta­rios a mis artículos y los viejos correos de Adria. Día por día. Hasta que recibí una llamada de Marcos: tu buzón está lleno, tienes que vaciarlo para que te entren los correos nuevos, hay oferta de trabajo. Debía borrar el pasado, o la mayor parte de él; uno nunca puede deshacerse de todo.

La oferta de trabajo era servir de guía a unos norteamerica­nos que vendrían por una semana, ahora que se habían amplia­do las categorías en las que los norteamericanos debían encajar para viajar a Cuba. Yo había tenido razón: el viaje del líder a Europa había acelerado el acercamiento. Los norteamericanos no querían que los europeos se repartieran un pastel que ellos tenían tan cerca.
De haber enviado aquel artículo un poco antes, mi vida sería otra: periodista en el medio alternativo más leído sobre la isla, en vez de guía de extranjeros que querían conocer la isla más profunda, que no aparecía en la publicidad y las pos­tales, guiados por un periodista disidente y famoso (que ya no era), escucharse haciendo preguntas que los hacían sentir inteli­gentes, asentir ante mis respuestas como si de verdad fueran ca­paces de entender, en una semana, una realidad que los de aquí llevábamos años intentando comprender.
Y yo disfrutaba aquel papel de entertainer, los halagos a mi buen inglés, el hospedaje en buenos lugares, la buena comida, el dinero que no habría ganado en Isla Sumergida en un año. Ganaba más incluso de lo que habría ganado en Isla Abierta, con menos esfuerzo inte­lectual, menos probabilidades de buscarme problemas. Algunos extranjeros querían tomar clases de español o de salsa, que yo apenas sabía bailar. O de ambas. Como si fuera posible aprender salsa y español en menos de una semana. Pero pagaban y yo necesitaba el dinero.

Uno de esos viajes con turistas me llevó a Baracoa. Todo el tiempo pensaba en la posibilidad de encontrarme con él. Era imposible que nos reconociéramos, excepto por las voces. Ha­bían transcurrido dos meses y quizás él había olvidado la mía. Tampoco yo estaba seguro de recordar la suya. Pero no lo vi, o eso creo. La vi a ella. Miraba unas artesanías en una feria y me daba la espalda. No estaba listo para verla de frente, mucho me­nos para hablar con ella. Había iniciado la retirada cuando me llamó. No sé si mi sorpresa fingida la convenció. Nos saludamos como si todo le hubiera pasado a un par de conocidos. Qué tal va todo.
Supe que Isla Sumergida cerró, una pena. Cómo están las niñas, tu mamá. La pregunta sobre el marido flotaba en el aire. Cuando dijo que lamentaba la forma en que habían terminado las cosas, me descubrí sintiendo un cosquilleo de esperanza. Dulce y efímero. En realidad, debo agradecerte; si mi marido no hubiera visto el mensaje que te envié, habríamos continuado en picada, la relación se había vuelto mecánica, pero aquello nos hizo reaccionar y darnos cuenta de que queremos estar juntos; también te debo el estar escribiendo en Islabierta.com; hablaste en un correo sobre la gira del líder por Europa, lo que eso podía significar para las relaciones con nuestros vecinos del Norte, y se me ocurrió un artículo que fue la llave para entrar al sitio.
Me lo merezco, pensé, pero no en ese momento. En ese mo­mento, estaba demasiado concentrado en aparentar indiferencia. ¿Qué piensa tu marido miembro del Partido de que escribas para un sitio contrarrevolucionario, que es lo que ellos piensan de la prensa independiente? Entró al Partido porque le convenía, pero nunca ha creído en ellos; acordamos que me mantenga con seudónimo un tiempo, hasta que pueda darse el lujo de dejar el trabajo; para mí lo peor será dejar a mis niños del coro, pero será inevitable; cuando se sepa que escribo para Islabierta.com me van a expulsar de la escuela; Isla Sumergida la toleran un poco, con Isla Abierta no hay tregua; va a ser mejor que me vaya de la escuela antes de que la directora se vea obligada a expulsarme.

Nos despedimos sin besos en la cara. Quizás en otro momen­to la habría seguido con la vista, pero mis clientes esperaban por mí. Aproveché su siesta para usar el teléfono. Marqué el número con ansiedad. Recibí la respuesta corta de costumbre. ¿Puedes hablar, tu marido está en casa? No hagas preguntas tontas, tú sabes que no tengo nada que ocultar. Sabía. Pero quería escu­char aquella voz grave, sensual hasta cuando no quería; siempre hubo algo erótico hasta en su brusquedad. Quiero verte, tengo cosas que contarte. ¿Ahora?, preguntó. Ahora estoy en Baracoa; regreso pasado mañana. Ven.  

Sabía lo que Mayra iba a opinar de aquella historia, pero el encanto estaba en escucharla, verla hablar. Pensé que nunca le había preguntado si usaba los preservativos que guardaba en la cartera cuando estábamos juntos, creo que en el fondo temía la respuesta. Tampoco ella me preguntó nunca, y era mejor dejarlo así. Después de todo, no nos había separado otro hombre, ni otra mujer. Nos había separado el tiempo, la rutina, la costumbre: la vida. Yo había sido el primero en darme cuenta.

Revisé mi correo. No había nada nuevo. Solo la parte del pasado de la que no había podido desprenderme: el correo de Adria diciendo que le había encantado hacer el amor conmigo. No necesitaba leerlo otra vez, lo sabía de memoria. Lo borré. Había dejado también algunos boletines con comentarios de mis artículos. Estuve leyéndolos hasta que mis clientes despertaron con energía para caminar, hacer fotos, comprar suvenires y todo lo que les permitiera decir, al regresar a su país, que habían co­nocido Cuba.

De vez en cuando, iba a algún punto de wifi y me conectaba para entrar a sitios independientes sobre la isla y leía artículos. Nunca comentaba; nunca comenté artículos de otros cuando es­cribía en Isla Sumergida, pero cuando mis clientes me pagaron y nos despedimos, decidí enviar un comentario sobre un artículo publicado en un sitio nuevo y todavía poco conocido. Escribirlo me llevó más de dos horas y terminó siendo casi un artículo. Casi no podía esperar a la mañana siguiente para entrar y ver las reacciones.

Al día siguiente, la conexión era muy mala; estaba dispuesto a que se me fuera todo el saldo de internet intentando entrar al sitio. Entró una llamada y en la pantalla aparecía: desconocido. No había visto aquella palabra en la pantalla del celular en dos meses. Quieres volver a hacerte el valiente, crees que lo de la otra vez era broma; hasta ahora has navegado con suerte, pero eso puede cambiar, no sabes lo rápido que puede cambiar. El mismo tono amenazante, estudiado, convencido de que iba a surtir efecto. Esta vez colgué yo, asustado, como él esperaba. No era lo mismo leer un par de amenazas entre los comenta­rios, que escucharlas en aquella voz, y él lo sabía.
Estaba tan asustado que creí que la gente en el parque lo notaba. Pero todo el mundo estaba en lo suyo: conectados con el mundo del otro lado del móvil o la laptop; desconectados de la realidad del país. Para eso pagaban casi dos dólares la hora de conexión, no para meterse en sitios que contaran la realidad de Cuba. Ninguno sabía quién era yo, las cosas que había escrito. Ni les habría importado, probablemente. Solo el desconocido sabía. Hice otro intento de entrar al sitio para ver si había reacciones a mi tex­to, pero la conexión seguía infame.
De todas formas, ya no lo necesitaba. Por supuesto que había comentarios, los suficientes para que quienes estaban por encima del desconocido estuvie­ran molestos y le hubieran ordenado amenazarme otra vez. Me desconecté y traté de llamar al número, sin éxito, como la últi­ma vez. Como si lo hubiera adivinado, me llamó. ¿Lo pensaste mejor?, preguntó, ¿vas a dejarte de escribir mierdas contra la Revolución? Gracias, dije. Y colgué. Me recosté en el banco con los ojos cerrados. El miedo se­guía ahí. Pero imaginar la cara de aquel tipo y las reacciones en el sitio a mi texto hacía que valiera la pena.
No me había sentido tan bien en mucho tiempo; dos meses parecía de pronto mucho tiempo. Debía escribirle a Marcos. Esperaba que aún tuviese ganas y energía. Los lectores seguro extrañaban Isla Sumergida. Quizás era el momento de hacerla emerger. El dinero podía apa­recer más adelante. O no. Quizás Marcos por fin dejara de pre­ocuparse por ser políticamente correcto, o se percatara de que no había forma de ser políticamente correcto. El miedo también podía desaparecer o no. Lo importante era intentar mantener nuestra Isla a flote.

“A flote”, un texto de la escritora cubana Yusimí Rodríguez, de su
libro La otra guerra de los mundos (Ed. Deslinde, Madrid, 2021).