“Cántico del alba”: mujeres que velan, sueñan, se reinventan…

Portada de Cántico del alba

“El ser mujer es un regalo de la naturaleza, una gozosa manera de ver, palpar y contar la vida: una vocación”, nos expresa el crítico literario José Luis Morales a la hora de explicar el predominio y la fuerza de los personajes femeninos en la narrativa de Ángela Reyes (Jimena de la Frontera, Cádiz, 1946). En Cántico del alba (Ediciones Deslinde, 2019), se reafirma esta vocación de la autora por contar la vida que puede transcurrir ante sus ojos, reinventarse en la duermevela, o construirse en el sueño. Relatos que siempre manifiestan un mundo desconocido, por veces mágico, y que, aunque parezca paradójico, provienen de lo más doméstico y tangible.

Fábulas de mujeres no siempre comunes, trozos de existencias que luchan por reencontrase y enfilarse al porvenir siempre dudoso, que buscan una razón para continuar, para no dejar de respirar. De la cotidianidad del mundo femenino, sumergido o repetitivo, condicionado por la sociedad, se hilvanan los hilos narrativos de lo extraordinario y fantástico. Cualquier sueño latente, por nimio que parezca, puede ser materia de escándalo literario, toda vida puede ser tema de un “cántico”. Uno de los personajes más intrascendentes aparentemente, “la cortina de baño”, subraya esta idea: “Todas tenemos una vida que contar, aunque algunas sean más asombrosas que otras”.

Ángela Reyes muestra una vasta y variada obra literaria, tanto poética como narrativa, donde sobresalen su novela Morir en Troya (2001), Premio Juan Pablo Forner, y su poemario La niña azul (1999), Premio Villa de La Roda, siendo considerada una autora “de gran intensidad y altura”.

Cántico del alba compila veintiuna historias sobre mujeres. Los rostros, gestos, quehaceres y azares que se concretan en estos personajes femeninos, aun cuando se ambienten en tiempos lejanos, nos resultan siempre contemporáneos, de “aquí” y de “ahora”, de las calles convulsas de las ciudades, o las silenciosas de los pueblos, sus bosques, páramos, ruinas, caminos que te acercan a la “otra” posibilidad. Son pinceladas de la España profunda, con su riqueza vital y variopinta —esta vez encarnada en sus mujeres—, que la narradora aspira a homenajear y rescatar del vaciamiento físico y espiritual.

Ángela acude a relatos poco convencionales, pequeños dramas donde lo fantástico, lo irreal, la sobrenaturaleza, se articula de manera coherente y diáfana con el relato, y lo hace sentir simplemente real, como en el caso de esa muchacha que habita en la copa de un árbol enamorada de un lucero, o de esas hilanderas de Velázquez que, cansadas de vivir eternamente en los límites de un cuadro del Museo del Prado, deciden bajar a las calles de Madrid a luchar por sus derechos.

Sí, aquí se han tensado los ritmos varios de este libro con pulso seguro, oficio y talento natural. Hay en estos relatos un trabajo cuidado y detenido con el lenguaje. La autora asimila de forma personal y con gracia las ganancias de la modernidad, y les impregna su estilo de fabular, ironía y humor contemporáneos. Sus escenarios exóticos y oníricos, o estrafalarios por veces, no pueden ser más cercanos. El lector no busca explicación de lo insólito, no lo cuestiona, pues este fluye sin sobresaltos de las mismas tramas.

El libro está estructurado de forma sui generis, tanto en la primera parte: “Nosotras”, como en la segunda: “Otras: hadas, bichos, y cosas”; cada relato lleva por título el nombre de su protagonista femenina antecedido por lo que para la autora pudiera ser un tema o motivo del mismo. Así, Celeste, es a la vez “La Deseada”; Eva, “La Desposada”; Ángeles, “La Crédula”; o Caperucita, “La Orgullosa”, entre otras.

Si en la primera parte sus protagonistas se mueven en espacios muy diferentes, pasando por distintas épocas históricas, yendo de lo íntimo a lo exterior, como puede ser dentro de un convento, un camino, la orilla de un río, un museo, la copa de un árbol, etc.; en la segunda parte se prefiere el bosque, un bosque que también se reescribe y es ―y no es― el mismo de los cuentos de hadas y las leyendas folclóricas. Aquí se reactualizan los personajes femeninos de los cuentos de la literatura para niños más conocidos: la Bella Durmiente, Blancanieves, la Madrastra, la Caperucita, Alicia…; otros personajes mutan tanto que casi desdibujan el modelo original, como ocurre con el Conejo de Alicia, el Lobo Feroz de Caperucita, o el Dragón de los cuentos orales, aquí Dragona. Aparece también “una fantasma” y hasta una “cortina de baño” (La Colgada) que cuenta su dramática historia de ires y venires por el mundo, acrisolando en su propia vida de objeto, la existencia misma de los hombres, y su recorrido de creación y destrucción.

Nada sabe repetitivo en este querer volver a contar, en este hacer creíble la irrealidad. Son “cantares de juglar” insertados en el canon de la cultura, traídos a la era de los celulares y las redes sociales, guiños con la tradición oral, intertextualidades y reactualizaciones de escenarios, como el de los bosques con sus habitantes extraños, que todos hemos disfrutado en la infancia, y que la narradora actualiza y traslada a nuestra cotidianidad de forma deliciosa, divertida.

No queda ninguna duda, los Cánticos del alba son veintiún momentos donde la mujer se rebela contra los encierros y las clasificaciones de género tradicionales. Aquí gobiernan —desean, muerden, sueñan— las mujeres y sus dobles, sus fantasmas, entre risa y llanto, entre burlas y veras.

Ángela Reyes escribe de todas “nosotras” y no quiere dejar marginadas a numerosas “otras” posibles. Tiene el encanto de saber usar el lenguaje picante de los carromatos, de la calle, y, a la vez, borda su estilo narrativo con delicados hilos de oro.