Cuento | “Hilanderas anónimas”, de Ángela Reyes

Mujeres del siglo XVII trabajando la costura.

Apenas las luces se apagan y en la sala dejan de oírse los pasos de los turistas y de los vigilantes, cinco mujeres saltan de un lienzo colgado en la pared, abandonan la rueca, el huso, las canastas con los ovillos de hilo y las telas colgadas en las cuerdas recién teñidas. En el telar sólo queda el gato adormecido, la escalera de madera apoyada en la pared y la tenue luz que entra por la ventana.

La mayor de las hilanderas encabeza la marcha. Es una mujer casi anciana vestida de negro, que cubre su cabeza con un blanco pañuelo y que trabaja con la falda arremangada enseñando su pierna aún blanca, pero sin duda dolida de varices. Las cinco trabajadoras han decidido abandonar la hilandería hasta que no mejoren las condiciones laborales. ¿Qué es eso de trabajar todos los días de la semana, hasta sábado y domingo y todos los meses del año, incluso julio y agosto, sin reposo siquiera para celebrar la Navidad o el “Día de la Madre”? En sus pobres vidas no existe otra cosa que el telar, donde las cinco se sientan ante la rueca bajo el aire confinado y denso, envueltas en el polvillo sutil que suelta el hilo, soportando el ruido de los pasos de los turistas, sin tiempo siquiera para comer.

Ninguno de los muchos dueños que tuvo el telar lo modernizó, saneó, puso la maquinaria adecuada a los tiempos y, para qué decir, ni aire acondicionado pusieron. Jamás lo visitó Comisiones Obreras, a pesar de los mensajes que ellas mandaron. Debieron de pensar que por un telar y cinco mujeres no merecía la pena gastar un día de trabajo. Y así van las pobres hilanderas, todavía con la rueca y el huso, trabajando de sol a sol por un mísero salario, desde que Velázquez alquilara el local y pusiera en marcha la hilandería.

Pero hoy, decididas a que nada las detenga, llegan hasta la gran puerta de hierro del museo del Prado con ánimo de hacerse oír. Mas, asustadas, se detienen en seco al comprobar que frente a ellas se abre un Madrid desconocido, ruidoso, de altas casas, con gente que ya no conduce coches de caballos, sino máquinas que ruedan a gran velocidad. Pasan jóvenes con minifaldas, mostrando las desnudas piernas.

—Pero, ¿cuánto tiempo hemos estado sin asomarnos a la puerta de la calle, trabajando sin cesar? —se preguntan, asombradas.

—Vayamos a quejarnos a Velázquez. Él fue quién nos trajo aquí. Él es el culpable —dice la jovencita de falda granate, encargada en el taller de recoger los copos de lana esparcidos por el suelo.

A pesar del espanto que les causa el ruido de pitos y bocinas, las cinco trabajadoras salen a la calle y recorren los pocos metros que las separan de la estatua del pintor y, cuando están ante él, lo miran asombradas, sin decidirse a hablar. Algo les dice que él también tiene un problema semejante al suyo. No hay más que ver el sucio jubón de terciopelo que lleva, con el cuellecito blanco. Y, ¿qué decir de la ridícula melenita, y el bigote puntiagudo, y el sombrero de ala ancha? No, él tampoco podrá ayudarlas con esa pinta de tiempos pasados.

—Pues habrá que ir a gente más principal —sugiere la muchacha que lleva siglos retirando la cortina de la hilandería para que entre más luz. Velázquez, que está sentado en su silla, las mira con pena y las detiene.

—¿De qué se quejan vuesas mercedes? ¿Acaso no las puse al resguardo de lluvias y de heladas? ¿Acaso no las hice tan hermosas que, a pesar de los siglos, el mundo entero sigue admirándolas? ¿Por qué tienen miedo, cuando a su alrededor se mueve un ejército de vigilantes y celadores, protegiéndolas? Mírenme a mí, en cambio. En la calle me puso el patrón del museo como reclamo de turistas y aquí estoy tragándome los duros eneros y los tórridos agostos de este Madrid. ¡Y para qué hablar de la soledad! ¿Qué decir de los desahogos de pájaros y las palomas, que hay que ver cómo le ponen a uno! Conque, vuélvanse vuesas mercedes para dentro, pónganse a hacer aquello para lo cual las creé, ¡ah!, y sin quejarse.

Las hilanderas regresan a su sala, cabizbajas. En la pared está el marco que porta el número 1173, ese marco que es su casa y lugar de trabajo. Las cinco mujeres suben en silencio al cuadro. Una coge la devanadora y empieza a trabajar, otra ordena los ovillos en la cesta de mimbre, la jovencita se sienta en el suelo, junto al gato. La cuarta mujer retira la gran cortina roja para que entre luz por la ventana. La más vieja se levanta la falda hasta la rodilla, asoma su pierna sumisa y hace girar la rueca. Las cinco hilanderas dan la espalda a la sala del Prado,
bajan la cabeza y prometen que nunca más dejarán que los visitantes vean sus rostros entristecidos.



Cuento del libro Cántico del alba (Ediciones Deslinde,
Madrid, 2019), de la escritora española Ángela Reyes.