Mientras los niños del barrio jugaban en la calle
él vivía escondido
en un mundo inventado por sí mismo.
Jugaba a las casitas con su hermana,
en la casa de guano al fondo del patio
tomaban té en tazas de porcelana
y montados en la bicicleta
se hacían la idea
que era un carruaje medieval.
Hojeaban revistas de otros tiempos
y cancioneros amarillentos
donde las letras de Cleptómana o Vereda tropical
eran cómplices de sus tardes en el platanal.
En el viejo tocadiscos sonaban aquellas melodías
hasta que la hermana,
con menos tolerancia,
decidía poner fin a sus juegos.
«Nos divorciamos» decían al unísono,
«tenemos que separar nuestros bienes».
No entendían lo que significaban esas palabras,
pero sabían que aplicaban
a esta nueva etapa del juego.
Además, se lo habían oído decir varias veces
a la rubia de enfrente
mientras su madre le pintaba las uñas.
Texto del libro Un juego que nadie ve (Ediciones Deslinde,
Madrid, 2019), del escritor Manuel Adrián López.